Está de camino desde
Cádiz a Tarifa, aunque un poco desviado ahora que hay autopista. Allá arriba,
encerrado en su muralla, hay que acercarse a él por una carretera estrecha y
muy empinada que sale de la general y que te hace circular entre la
montaña y el abismo. Quien conduce no puede mirar, aunque el panorama que va
apareciendo se va agrandando hasta alcanzar, allá en el horizonte, las aguas
del océano. Por eso es muy frustrante que tras la subida, tenga uno que empezar
la bajada, sin siquiera poder echar un vistazo al apiñado caserío, al castillo
que sobresale sobre los tejados, y a los varios templos que lo adornan.
Tenaz que es el del
volante, una vez abajo intenta de nuevo la subida por otra vía. Así llega a un
lugar donde hay mucha casa nueva, igual más o menos, menos o más, a las cien mil
urbanizaciones de que se ha sembrado el suelo patrio desde el norte hasta el
centro, desde el este hasta el sur.
Situado al nivel del
casco histórico, con un precipicio entre medias, acerté a tirar estas fotos y
puedo así decir que he estado en Vejer de la Frontera. Y poco más. Que don
automóvil ha sentado plaza también aquí, y que voy a tener que desempolvar mis
recuerdos de cuando no tenía ni treinta y paseé por Vejer, pisé sus
calles y admiré sus casas blancas. Claro que entonces eran otros tiempos.
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