El Almanzor

3 de junio de 2008. Para empezar este blog


Diré que soy castellano de tierra llana, la región de Tierra
de Campos. Cereales y barro. Sol y heladas. Gentes curtidas por el cierzo que reseca las gargantas y ciega los ojos.
Tierras venidas a menos, a casi nada.
Pero Castilla es mucho más. Montañas y bosques, ríos y lagunas, ciudades y aldeas que aún conservan esplendor y belleza de tiempos ancestrales.
Mi propósito es ir añadiendo a esta página sugerencias que se me ocurran con motivo de mis paseos y visitas por esta tierra mía.

sábado, 27 de octubre de 2012

Ayamonte, desde la otra orilla



Esta es la única foto que conseguí de Ayamonte. Llegar a esta villa como lo hice no me permitió dar con una panorámica decente. La autopista te acerca a cualquier lugar en poco tiempo, pero los demás detalles no se tienen en cuenta. Tras coger la desviación y dar la vuelta a una serie de rotondas, te das de bruces con casas, pero no con la perspectiva suficiente para apreciar si entras en Ayamonte o en Sebastopol, por decir algo.
El caso es que una vez dentro de Ayamonte lo hueles pero no lo ves; me refiero al mar. Tanto es así que mientras comía a una camarera pregunté si el mar estaba a la derecha. Ella dijo no, ahí está el río.


Claro, el río. Ayamonte no está en la costa, está a la orilla del Guadiana.
Eso sí pude verlo bien una vez que caí en la cuenta. Ancho como un mar, desde luego, pero río, al fin y al cabo.
Para hacer esa panorámica hube de llegarme hasta Vila Real de San Antonio, al otro lado, en la otra orilla, en el extranjero si Portugal puede ser adjetivado así; entre vecinos, no sólo por europeos sino porque esa línea fronteriza acuática no siempre ha sido separación, y de hecho no lo es ahora. Ese puente ha acortado distancias y abreviado tiempos.


Si hay calma en la orilla derecha del Guadiana, también se da en la izquierda. Pero en aquella las casas son más hidalgas y las calles más anchas y rectas. En esta el caserío se apretuja y las rúas suben y bajan, se retuercen y se encogen, como estando a la defensiva, como escondiéndose del sol y de los extraños. Y sólo se explaya hacia el sur, justamente hacia el océano, hacia Isla Canela.
Se me ocurre pensar que Ayamonte y Vila Real de San Antonio son dos formas complementarias, pero diferentes, de un único estilo de vida, en el que no se sabe quién domina a quien, si lo hispano o lo luso. Es lo ibérico.


Y el mar infinito es su horizonte, por supuesto. ¿Cómo no iban a salir, tanto unos como otros, a la aventura?

jueves, 25 de octubre de 2012

Vejer de la Frontera, desde lejos

 
Está de camino desde Cádiz a Tarifa, aunque un poco desviado ahora que hay autopista. Allá arriba, encerrado en su muralla, hay que acercarse a él por una carretera estrecha y muy empinada que sale de la general y que te hace circular entre la montaña y el abismo. Quien conduce no puede mirar, aunque el panorama que va apareciendo se va agrandando hasta alcanzar, allá en el horizonte, las aguas del océano. Por eso es muy frustrante que tras la subida, tenga uno que empezar la bajada, sin siquiera poder echar un vistazo al apiñado caserío, al castillo que sobresale sobre los tejados, y a los varios templos que lo adornan.
Tenaz que es el del volante, una vez abajo intenta de nuevo la subida por otra vía. Así llega a un lugar donde hay mucha casa nueva, igual más o menos, menos o más, a las cien mil urbanizaciones de que se ha sembrado el suelo patrio desde el norte hasta el centro, desde el este hasta el sur.
Situado al nivel del casco histórico, con un precipicio entre medias, acerté a tirar estas fotos y puedo así decir que he estado en Vejer de la Frontera. Y poco más. Que don automóvil ha sentado plaza también aquí, y que voy a tener que desempolvar mis recuerdos de cuando no tenía ni treinta y paseé por Vejer, pisé sus calles y admiré sus casas blancas. Claro que entonces eran otros tiempos.

martes, 23 de octubre de 2012

La Rábida, Palos y Moguer. Juntos pero no revueltos




Aprendí que fue Palos de Moguer el puerto de salida de Colón y sus carabelas en busca de las Indias Orientales. Y lo mismo que don Cristóbal aprendió que aquello que encontró eran las Occidentales, servidor ha tenido que enterarse de que Palos es sólo Palos, y Moguer es otra cosa, con el añadido en ambos de la Frontera.
Así que empecé por La Rábida, monasterio sobre un alto frente al puerto exterior de Huelva. Está en rehabilitación, porque debía verse algo descuidado. Y como además es lugar universitario, Universidad Internacional de Andalucía, debe ponerse bonito y reluciente. Y en esas están.





Luego vino Palos de la Frontera, un puerto en dique seco al decir de una señora que pasaba por la calle. Eso es muy antiguo y ya no hay movimiento, sólo barcos viejos. Así que ni me acerqué, que las réplicas no me entusiasman, por más que sean de las carabelas de Colón. Tuve suficiente con recorrer el caserío, grande y extendido, con obras por doquier. El rincón más emblemático me parece este del monumento a los Pinzones, justo al lado de la recoleta iglesia.



Del paseo de entrada, con todos los escudos hispanoamericanos habidos y por haber, sólo guardo en la memoria que son muchos, y puede que estén todos, pero no los conté.
Moguer de la Frontera está más tierra adentro, es más grande aún y más extenso. Pero por más que miré no descubrí nada reseñable. O me lo perdí, o no lo hay. Casas grandes si que tiene, y parece, por sus fachadas, que con ribetes de hidalguía. Tras el recorrido, y habida cuenta de que era ya más de mediodía, busqué sin encontrarlo un lugar donde comer. Me dijeron que en la carretera… y para allá que me fui. Salí, pues, y ya no paré hasta Ayamonte, del que hablaré algo en otra ocasión.

lunes, 22 de octubre de 2012

Tarifa recuperada



A Tarifa me la encontré en el libro de Historia de España de mi primera elemental, seis añines tenía entonces. El moro Muza y el valiente don Guzmán el bueno tejían ante mí un lucha a muerte: o cedes la plaza o te lo matamos. Aquello me llegó al alma. Qué malo el sarraceno, qué bueno el cristiano. Luego resultó que no era tal aquella historia, sino una muy distinta, con mezcla de los unos y los otros, castellanos y andaluces, reino de León y de Granada… en fin, una que aprendí mal, la historia, y así me sigue hiendo.
Ya talludito la conocí, un día de mucho viento; tanto que abrir los ojos resultaba peligroso por la arena sobre todo. No me enteré de nada, y quedó en el olvido, allá en la punta sur de la península.
He vuelto para, más que recordar, aprender. Y claro que lo he conseguido. En mi favor fue un día claro y sereno. Por ello pude abrir los ojos, y ver.
Ciudad amurallada, casas apiñadas, calles estrechas y empinadas. Claro ejemplo de villa mediterránea, a lomos del Atlántico. África a vista de pájaro y tiro de piedra. Puerto pesquero y alrededores crecidos a base de cemento. La playa larga, ancha y adobada por ríos que desaguan mansamente se une a los vientos del Estrecho, dando pie -mejor dicho alas- para que patinen los amantes del windsurf.
La historia antigua está inmortalizada en la piedra de sus murallas y torreones; pero el ladrillo también tiene su protagonismo, señalando a judíos y moriscos como parte integrante, y no tanto advenedizos, menos invasores.
La población es un fundido que remarca la frontera que es Tarifa. Marroquíes andaluces, gaditanos tingitanos. Y mucho guiri visitante, curiosones que otean desde atalayas, con mirada sobre el mar para ver allá al fondo, y como eructado por la tierra, el mastodóntico Rif. Y de noche puntos de luz, pueblitos iluminados, faros en la niebla, barcos fosforescentes en constante trasiego por las aguas, si serán marinas y oceánicas, mediterráneas o atlánticas. Sólo una línea imaginaria, imposible sobre ellas de trazar, delimita unas de otras. Cada quien póngala donde le plazca, que ya los cartógrafos han hecho sus cálculos y tomado sus medidas. Han dicho por aquí, y zás, a África desde Europa 15 km. Pero no es real, esa medida es variable, según tengas oro o peses como el plomo y te hundas.
Y poco más puedo decir; que la anduve, que callejeé, que miré aquí y acullá, que compré pan y que comí bien. Dormí a pierna suelta y caminé por su arenal con la mirada sin fronteras, que allí se puede hacer, lo de mirar; lo demás, tiene su precio.


























 

No vi campos de cultivo, sí de pasto. Ganado, mucho ganado; vacuno, principalmente. Alguien me contó que por aquí tiene su ganadería alguien de mucho tronío.
Y las cumbres sembradas de aerogeneradores, la energía del presente…

viernes, 19 de octubre de 2012

Cádiz, si quieres visitarla, tren paciencia, tren tranquilidad


La Catedral

La primera vez que la visité me llevaron en autobús. Pude recorrerla entera a pie, y darme cuenta de que entre las murallas encerraba mucha historia.
La segunda en un citroen. Pero no recuerdo nada.
La última, ni bajarme pude del corsa. Atravesé un bosque de edificios que me ocultaban el mar por ambas manos. Llegué al casco antiguo y me di de bruces, al final, con el Atlántico. Pero no pude saludarle. Con las mismas, volví a salir.
No pude ver la ciudad. Ni me dejaron aparcar. Era domingo.

jueves, 18 de octubre de 2012

Sevilla en menos de un día




–Buenos días, me hace el favor, ¿qué edificio es éste?
–¡La catedral!
Avergonzado murmuré un noséqué y traté de disimular mi turbación. Perdido entre las calles de Sevilla di de bruces contra el edificio para mí más emblemático de la ciudad del Guadalquivir. Y es que realmente entré sin saber cómo ni dónde.
La primera vista general la tuve desde la autopista del Atlántico –Quinto Centenario- que acerca bordeando las marismas a una urbe toda esparramada a uno y otro lado del río, desdoblado y debidamente encauzado. Todos los puentes a la vista, y al fondo el caserío que se pierde en el infinito de la llanura sevillana.
Una vez ya dentro, las referencias desaparecieron, y eso que La Maestranza me pilló en primera fila. Aún así me perdí.
La Giralda, que era mi punto de apoyo, tardó en llegar. Pero cuando la encontré, ya no hubo extravío; todo fue desde entonces coser y cantar: caminar y observar, mirar y disfrutar.
Una cola interminable, era sábado al mediodía, pretendía visitar la Seo, por un precio nada módico que a mí me fue condonado por eso de pertenecer al gremio clerical. “Invitado cabildo”, dice la papela. Incluía además el templo de El Salvador, a trescientos metros de distancia.
Los quinientos escalones convertidos en cómoda rampa me auparon sobre los tejados, dejándome ver toda la Sevilla que me apetecía e interesaba contemplar.
Luego callejeé hasta Sierpes para volver junto al río y seguirle la corriente para ver la Plaza de España y el Parque de María Luisa. Asomarme al Barrio de Santa Cruz por verlo como judería y dar la vuelta hasta San Telmo y comprobar si aún en él se puede dormir tras una noche de zambra y sevillanas, con seminaristas del concilio.
No dio para más aquel viaje relámpago. Sevilla existe, y sigue, aunque transformada, junto a su río que es casi mar. Y un puente que lo sobrevuela que lejos de gustarme, me horripiló.
Que me perdonen Sevilla, las sevillanas y los sevillanos. Aquella frase que se hizo célebre, La lluvia en Sevilla es una maravilla, debiera ser ahora sustituida por esta otra: Por Sevilla en una bicicleta soy el amo de la pandereta.
Como ya es usual aquí, ahí van unas cuantas fotos, y que se vean así, a cuerpo limpio.












































Arbol en Peñalba de Santiago