Esta es la única foto
que conseguí de Ayamonte. Llegar a esta villa como lo hice no me permitió dar
con una panorámica decente. La autopista te acerca a cualquier lugar en poco
tiempo, pero los demás detalles no se tienen en cuenta. Tras coger la
desviación y dar la vuelta a una serie de rotondas, te das de bruces con casas,
pero no con la perspectiva suficiente para apreciar si entras en Ayamonte o en
Sebastopol, por decir algo.
El caso es que una
vez dentro de Ayamonte lo hueles pero no lo ves; me refiero al mar. Tanto es
así que mientras comía a una camarera pregunté si el mar estaba a la derecha.
Ella dijo no, ahí está el río.
Claro, el río.
Ayamonte no está en la costa, está a la orilla del Guadiana.
Eso sí pude verlo
bien una vez que caí en la cuenta. Ancho como un mar, desde luego, pero río, al
fin y al cabo.
Para hacer esa
panorámica hube de llegarme hasta Vila Real de San Antonio, al otro lado, en la
otra orilla, en el extranjero si Portugal puede ser adjetivado así; entre
vecinos, no sólo por europeos sino porque esa línea fronteriza acuática no
siempre ha sido separación, y de hecho no lo es ahora. Ese puente ha acortado
distancias y abreviado tiempos.
Si hay calma en la
orilla derecha del Guadiana, también se da en la izquierda. Pero en aquella las
casas son más hidalgas y las calles más anchas y rectas. En esta el caserío se
apretuja y las rúas suben y bajan, se retuercen y se encogen, como estando a la
defensiva, como escondiéndose del sol y de los extraños. Y sólo se explaya hacia
el sur, justamente hacia el océano, hacia Isla Canela.
Se me ocurre pensar
que Ayamonte y Vila Real de San Antonio son dos formas complementarias, pero
diferentes, de un único estilo de vida, en el que no se sabe quién domina a
quien, si lo hispano o lo luso. Es lo ibérico.
Y el mar infinito es
su horizonte, por supuesto. ¿Cómo no iban a salir, tanto unos como otros, a la aventura?